El desnudo en LA CUARTA PARED
La foto. Gran Festival de la Ciudad de México. 1991.
Premio a la mejor obra de vanguardia.
Comandante, el desnudo en el arte
existe desde Adan y Eva.
Carlos Rafael Rodríguez
Para hablar del desnudo en La Cuarta Pared hay que hablar de dos desnudos. El primero de los actores y el segundo de los espectadores. ¿Cómo llegamos a ambos?
Primer desnudo.
En 1988, en pleno montaje, Calzada e/ E y F, tenía que resolver una situación delicada conceptualmente. El personaje autónomo había fracasado y debía morir para dar paso al actor. El paso de uno al otro debía ser resuelto lo más fluídamente posible y sin artificios. Entonces propuse a los actores el desnudo. Si el grupo de personajes se agrupaba al fondo del escenario como en una isla, miraba al público a los ojos y uno a uno se iba desnudando lentamente esa transición podía ser resuelta.
Consciente que desnudarse en público era un acto de transgresión muy fuerte, hice ejercicios para que el desnudo fuera real, un acto de despojamiento sin complejos. Los comentarios adjuntos eran: - Ay mi madre, prepárense para la miradera. Nos van a fukiar (de fuck) con la vista – ¡¿Y qué va a decir la mamá de Barbarita Barrientos en Baracoa cuando se entere que sale en pelotas en una obra de teatro?! - Y ustedes ya saben, les van a medir el tamaño y al lado del majá no tienen chance. Pero estos comentarios eran chistes propios de nuestra idiosincracia juguetona y de una época donde el desnudo en el teatro era un tabú. Mis actores eran de lujo, sobretodo porque se entregaban de lleno y enseguida se pusieron a trabajar a ver como cada cual resolvía su relación con el cuerpo. Enseguida se dieron cuenta que como actores debían estar por encima de todas las miserias del hombre ordinario y encarnaron con entusiasmo la idea de un despojamiento espiritual en un país cerrado, clausurado por una barrera ideológica. Para protegerlos reforcé la parte espiritual. Puse una luz verde cenital sobre ellos y de fondo el requiem de Mozart. Escuchar el requiem de Mozart y creer en Dios es exactamente lo mismo, al menos por tres minutos o cuatro, no recuerdo cuanto dura.
Con esta atmósfera los actores se desnudaban en el lugar, luego avanzaban lentamente hacia el público y se quedaban
sentados frente al él, muy cerca, pero separados por una barrara divisora: la cuarta pared, la pared número cuatro del teatro a la italiana, la pared del telón. Final pesimista y filosófico. La última de las cuartas paredes está en el hombre.
Segundo desnudo.
Se estrena la obra, el desnudo de los actores llega al final. Los actores quedán estáticos y cerca de los espectadores pero separados por la barrera infranqueable. Se espera que los espectadores se retiren. Los actores deben permanecer estáticos hasta que la sala se vacíe, pero nadie se va. Pasan cinco minutos y nadie se va. Diez minutos más y nadie se va. A los quince minutos una espectadora le toma una mano a un actor. Esa mano me parte el alma. Se petrifica en la mirada de todos los presentes. La mano no es de ella, ni nuestra, sino de alguna diosa que ha bajado en ayuda de todos. Otro espectador se anima y entra y abraza a otro actor. Otro entra y se acuesta sobre el suelo lleno de virutas de telgopor a mirar al techo como si se echara a acampar en un paisaje, pero los actores no se mueven. Los espectadores comienzan a llorar, a decir que sienten mucha impotencia, que no saben como salir por la puerta, para donde ir. Yo les digo que se queden tranquilos, que la falla ha sido nuestra, que después de esto el final de la obra va a cambiar. Uno me advierte: - No irás a hacer un happy end, la obra está muy bien así. Le respondo: - No te preocupes. Tengo que encontrar el balance. Que cuando termine la obra te atrevas a salir al mundo. No puedo dejarte embarcao entre el arte y la vida, ¿entiendes?
Cuando todos se van le digo a los actores: - Hemos fracasado. Los espectadores rompieron la cuarta pared y no supimos que hacer. Cambiamos el final. Imitando a la mano del primer espectador que rompió la barrera, cada actor debía escoger a un presente y darle la mano, explorarlo como a un extraterrestre y si era posible establecer un vínculo (en este punto los actores fueron muy creativos, simplemente porque no se podía pautar, tenía que ser 100% improvisado) llevarlo consigo al fondo del escenario y dejarlo tranquilo en un sitio escénicamente seguro, mientras el actor se desnudaba. De esta manera, en teoría, el espectador debería sentirse incluído y el final de la obra no debería ser tan opresivo.
Pensaba que ellos se iban a quedar sentados en el lugar dentro del escenario, como chicos buenos, e iban a dejar continuar a los actores. Que sorpresa la nuestra cuando uno de los espectaores también se desnuda y avanza junto al actor que lo ha elegido. Trabajar con el espectador, esa materia bruta, incontrolable, en vida, fue tremendo. Hubo de todo, espectadores que cuando se desnudaron les empezó a temblar las piernas y se desmayaron, espectadores que se acomplejaron y agredieron con violencia a los actores, también los que cometieron el error de ponerse a competir con el actor y a hacer ridículas murumacas, incluso hubo quien se masturbó. Sin embargo, esos excesos fueron excepcionales, en general el público se adaptó a la situación y supo improvisar. Pero todavía quedaba algo por resolver. Cuando los espectadores entraban con los actores y algunos se desnudaban y otros no, el cuadro final era el mismo, todos estáticos en el lugar a la espera que la audiencia se fuera de la sala para darle final al espectáculo. En México, en el Centro Cultural San Ángel, en 1991, el público estuvo como una hora después de terminado el espectáculo tratando de romper la cuarta pared. Uno se puso a tocar la armónica, otro a declamar versos, hubo cosas lanzadas al escenario, danzas rituales y yo no hallaba la hora en que se fueran y no podía echarlos porque traicionaba la puesta en escena. Para los actores era muy agotador después de dos horas y cuarto de actuación permanecer tanto tiempo a la espera que se vaciara la sala. Por otra parte quedaba claro que la cuarta pared era irrompible, hagas lo que hagas el límite siempre gana. Entonces mejoré el final. La luz fue mucho más tenue para contener las poluciones libidinales del homo eroticus y cuando una vez armado el cuadro estático final, dos minutos después que actores y espectadores se contemplaban fijamente, la luz se iba hasta la oscuridad total.
En una ocasión todo el público entró en la obra. El retrato era de una belleza extrema. Había un señor muy mayor de unos ochenta años de edad, filósofo él y Tania Coto, nuestra actriz más jóven, que tendría unos dieciocho años, sentada desnuda en sus piernas, contempló ecuánime el vacío, muy orgullosa de ser bienvenida por la Historia. Para mi era Luigi Pirandello. ¡Gracias maestro, que el Arte de todos los tiempos le rinda tributo y lo recuerde!
Víctor Varela. New York Aug 29